martes, 27 de agosto de 2013

Intrigas de oficina (II)

Ya sabía cuál era su primera tarea del día. Iba a empezar con el pago ese, que la estresaba un poco. Es que salir a la calle con tanto dinero… Saludó a la piba de informática y mientras comentaban alguna que otra tontería iba abriendo el cajón, el de los trámites. En un momento dejó de contestar a las frases sueltas de su compañera.

¿Cuántas veces revisó su escritorio?

Se acordaba casi fotográficamente de ella que contaba la guita y la metía primero en el sobre y después en el cajón. Igual vació su mochila, no sea cosa que a último momento la hubiera guardado en un bolsillo. El dinero no estaba.

Todos miraban. ¿Con qué cara miraba cada uno?

Ella también los observaba. Porque si bien no le habían tocado su billetera alguien le estaba complicando la mañana y era uno de esos tres gatos locos con los que comía, se saludaba y charlaba de política. Después le dieron otra vez la plata (cree que fue la secretaria) y se fue a pagar eso que ni se acuerda qué era.

Pensó que ahí se terminaba el cuento. Se equivocaba. No sabe cuántos días pasaron entre un suceso y el otro. Podría ser una semana. Tal vez menos. 

“¿Se murió alguien?”, preguntó al volver de uno de sus recorridos matinales.

“Faltó plata”, le dijo la de informática. 

“¿Otra vez?”, reaccionó ella, casi por default. 

La piba señaló hacia el escritorio de la secretaria, que estaba revolviendo su cartera, como si en ese billete...

Era la misma cantidad que le habían robado de su escritorio. La misma. Se acuerda porque le llamó la atención tanta prolijidad del ladrón. Le quedó en la cabeza la reflexión de la señora de la limpieza que le comentó como resignada, “seguro que me van a acusar a mí. Siempre pasa así”.

Cuatro sospechosas y un robo. Dos robos. Bueno, también podían ser cinco sospechosos si se contaba al tipo, ese que la había llevado al laburo  y aparecía cada dos días. O siete, si se agregaba al político -tan radical él- y a su segunda, la estirada. No tenía tiempo para la charla post crimen porque le faltaba la vuelta callejera de la tarde. Se iba a quedar sin los detalles. Tenía que apurarse. Después había facultad.

Cuando terminaba, la rutina era siempre igual. Dejaba todo listo en su escritorio para el día siguiente y salía a tomarse el colectivo lleno de la hora pico. A veces le tocaba la sede de Yrigoyen y otras la vieja Independencia. En la entrada coqueteaba con todas las agrupaciones de izquierda y como buena histérica no se enganchaba con ninguna. Estaba en la casa de la Dora freudiana y no podía ser menos. Había que darle letra al maestro. Leía el documento de los pibes del MAS, le firmaba el petitorio a la del PTS y a veces también se tomaba unos mates en el barcito de la JP. Nunca se acercaba a la mesa del la Franja.  Después seguía hasta su aula. 

Pero ese día no iba a tener la previa de los pasillos.

Al dejar su mochila en la oficina advirtió un movimiento raro. No sabía que era. En el camino hacia el baño se acordó del robo a la secretaria. Cuando pensó en ella la vio ahí sentada, en el espacio en donde comían y a la tarde tomaban café. También estaba la señora que hacía la limpieza y la piba de informática.

“Quedate”, le dijo la secretaria.

No tuvo que acercarse la silla. Había una vacía.

La estaban esperando.  

domingo, 25 de agosto de 2013

Intrigas de oficina (I)

Le gustaba decir que había sido cadeta. Era más para hacer bandera con eso del conocimiento de las calles –ella, la del interior- que para cumplir con el mandato de empezar desde abajo. En esa época estudiaba psicología y siempre tenía una changa para los pesos diarios.

Al tipo lo conocía bastante porque era el esposo de una amiga. Un día le propuso repartir unos sobres –ponele unos 300, o más- en una fundación, la de un político con nombre para la que él trabajaba. Ella contestó que sí, obvio. Si no tenía laburo. Además –pensaba- seguro que al caminar tanto iba a sacarse los kilos que la molestaban.

Se acuerda perfectamente de los sobres. Eran papel madera con una leyenda que decía “Información confidencial”. Y la etiqueta con el nombre del destinatario. Imaginate el mailing. Todos esos tipos estaban en la lista. Esos.

¿Qué decía el informe confidencial escrito en esa especie de bunker político? La entrega era en mano. Significa que ella tenía que rendir después una hoja impresa con las firmas de los destinatarios o de un cercano muy cercano. En general iba a oficinas pero una vez tocó el timbre de una casa y la recibió el mismísimo Bernardo Neustadt. ¡Qué impresión! Tenerlo tan cerca.

Nunca abrió un sobre. ¿Por falta de curiosidad, por miedo a que se den cuenta o por honestismo militante? Marcar la última opción. Es la correcta. Igual no le sirvió de mucho.

Después de los 300 sobres quedó fija. Hacía los trámites comunes de la oficina y resolvía algún que otro asunto personal que los más descarados le acercaban con un che, ¿no me hacés un favorcito?. ¡Cómo le molestaba! Cuando podía, los dejaba en evidencia. Los pedidos que más la sacaban eran los del tipo, el que era esposo de la amiga. ¿Acaso no podía pagarse él mismo los impuestos, por ejemplo?

A veces tenía un tiempito libre y se perdía en una biblioteca enorme, hasta el techo, de esas que ocupan toda la pared. Seguramente eran los libros que el político en cuestión no quería tener en su casa pero a ella la fascinaba. El hombre era agradable sin llegar a simpático. Casi no pasaban del saludo pero una vez le contó algo de su exilio en Venezuela y de su experiencia como periodista. Las tramas, los verdaderos entretejidos de la oficina, se daban a sus espaldas. Él no intervenía en la intriga barata. En las otras… Se acuerda que alguna vez leyó una nota sobre el personaje en donde lo catalogaban de lobbysta. Ella, inocente, llevó la revista a la oficina. Un punto en contra, seguro.

Ahí estaba la secretaria, una mujer con todos los dobleces del mundo. Era de esas históricas que son dueñas de la agenda pero también del personaje. Peligrosa. Después la piba que se encargaba de la parte informática. Era de Franja Morada, se acuerda. Y confrontaban. Todo bien igual. Bueno, o algo así. El tipo –el esposo de la amiga- venía un par de veces a la semana y la mujer que hacía la limpieza todos los días. También estaba la mina que hacía de segunda del político. Una estirada de historieta que empalagaba de tan bien que llevaba el rol. Y la cadeta, por supuesto.

Un día le dan una plata para pagar no sé qué en el banco. Era mucha, se acuerda. Tal vez llegaba a ser un quinto de su sueldo. Ya era tarde. Entonces guardó el dinero en el cajoncito de un escritorio que usaba como base de operaciones. Lo metió en un sobre junto con la papeleta correspondiente.

¿Quién la vio guardar esos pesos o incluso contarlos antes de ensobrarlos? 

domingo, 18 de agosto de 2013

Composición tema

A la noche viene Male, la amiga de la infancia, y piensa que debe ser por eso que se acuerda. También puede influir que su nena es escolta de la bandera. Esa carita de nerviosa… La misma que tenía ella hace tantos años cuando pasaba al frente en los actos. El hecho es que se le vino la escena -como película- y que se la contó a su marido.

Es en Roca, donde nació y ya no vive. ¿En qué año? No importa.

A Graciela, su maestra de sexto y séptimo, no la quiere. Aunque tiene 27, para ella es una vieja solterona. Tal vez ayuda en el physique du role que se maquille mucho y que salte la evidencia en el cuello blanco. ¿Nadie le dice que al menos debe continuar el revoque hasta el escote?

Un día la señorita la llama desde su escritorio. Cuando se acerca, le pide que escriba una composición. Era para leer en el acto de San Martín o de Belgrano. Está segura de que no fue para septiembre, con Sarmiento. Hoy sabe de Sarmiento, por el trabajo. Siempre le pasa lo mismo. Se mete en una materia, investiga y se hace pseudo experta por un tiempo. Después en general se olvida de casi todo.

Pero en sexto o en séptimo no era experta en casi nada. Para ayudarse y empezar, habrá leído el manual. Lapicera tinta, de las que manchan. Cuaderno Rivadavia. Hace la redacción y al otro día se la entrega a la señorita.

Antes del timbre de salida, la maestra le dice que es una composición muy formal, que ella quiere algo diferente. Una semblanza más… ¿Más qué? La nena no hace esta pregunta. Pero cuando va caminando por la calle Villegas con algunos compañeros seguramente se cuestiona acerca de qué quiere la Sarota, como le decían a Graciela.

Ni bien deja su portafolios escolar se sienta a la mesa de la cocina, el lugar en donde hace los deberes, y reescribe sin brújula. ¿En dónde encontrar datos diferentes del personaje de siempre? Tal vez toma información del Billiken (el marido dice que es la Billiken). Después se la lee a su mamá, que también hacía discursos para los actos cuando era chica. Una vez a su vieja le pidieron uno de Evita, pero esa es otra historia. 

A la tarde siguiente entrega su nuevo texto. La señorita lo mira, de parada. Ella recuerda principalmente el tono chillón y la frase  “No, así no. Esto no es lo que yo quiero”. Se lo devuelve. Sin pautas, obvio.

Y la nena intenta otra vez. 

¿Se habrá preparado el toddy con el polvo abajo y leche bien fría al llegar a su casa o se habrá sentado directamente a trabajar? Iba por la tercera prueba.

Ella cree -está casi segura- que finalmente leyó ante todos los chicos de la escuela la redacción del prócer en cuestión. Pero se acuerda con mayor claridad de las distintas caras de la señorita en esos días. Y del chillido, como de pendeja caprichosa.

¿Qué quiere la Sarota? Era la pregunta que la atormentaba y que no pudo hacer en voz alta.  

Entonces se da cuenta. En un instante. Como final de la trama. O se lo dice el marido después de escuchar el relato.

En la  historia de su vida siempre hay alguien a quien debe interpretar. La única diferencia es que hoy formula preguntas. Como parte del oficio. El mismo que le faltaba a la nena a los 11 ó 12 años.

Ahí está Graciela Sara,  la Sarota. Su primera jefa.

domingo, 4 de agosto de 2013

La bajada

Hay que asomarse y sentir. Si temblequean las piernas, entonces hay que mirar a los costados y elegir el plan b. También puede suceder que la cabeza pierda su eje  y se desdibuje la vista.  

Dos pies chicos, talla 24, la interpelan. Hay otros que se parecen más a su tamaño. Esos prefieren correrse, ir más rápido y dejarla sola. “Está bien que así sea”, piensa, y sigue observando las zapatillas rojas, las de la niña pequeña que camina a su lado. Es la escalera del subte. El D. Tal vez el B. Ella podría decir que no importa pero sabe que es mentira. Cada pendiente tiene su desafío.

En general el plan b carece de glamour. Me acuerdo de esa vez en el Centro Cultural de la Cooperación. Esa escalera es eterna y empinada. Los escalones tienen una superficie justa, como para que entre el pie. Incluso, creo que sobran algunos centímetros, del zapato digo. Pero el dato más inquietante es el espesor,  mínimo. Cada paso es al vacío.

Siempre hay una primera vez. Pero le cuesta encontrarla. Piensa que ni bien la descubra se va a romper el hechizo. Y que va a entender todo. Y que los planetas. Y que las respuestas. Ella cree en cuentos de hadas y príncipes azules. También sabe que el encuentro siempre es fallido.

Le pedí a esa mujer –desconocida- que caminara delante de mí. Yo necesito que la persona se ubique a una distancia específica para evitar la perspectiva del abismo. Habríamos descendido unos quince escalones -para mí faltaban como cien- y ella se adelantó unos 20 centímetros de más. Me descolocó el equilibro. Entonces le pedí que parara, como si ella tuviera una especie de obligación sobre mí. Me senté. Cuando le  entregué mi cartera, el cuaderno y la campera, advertí que hablaba con tono extranjero. En castellano pero con acento.

“¿Querés que te traiga algo para comer?”, y se ríe. La escena se desarrolla en dos planos. Sobre la rama está ella que cumple –impecable- el papel de la que no puede. Abajo, en el piso, ella que es perfecta y le pregunta si trae algo para comer. Es una burla. ¿Es una burla? Hubiera dado todo su reino para que él subiera hasta la rama, la abrazara, quizás le diera un beso y la ayudara a bajar. Pero no.  El príncipe que nunca fue, mira -¿despectivo?- y es otro el que se comporta como un héroe.

La mujer me miraba sin empatía. Tal vez quería llegar rápido a ver la muestra y se encontró con una argentina molesta que no podía bajar una escalera.

Subió al árbol como esa nena que trepaba bardas, esa especie de montañas de su infancia que encerraban en sí mismas el secreto de la felicidad. Y se bajó. ¿Cómo decirlo? ¿Quién era cuando se bajó? ¿Hablaría ya de vértigo? ¿O esa palabra apareció después? De repente, la fémina se colaba en brazos equivocados. Esa fue “la vez”. Pero ¿cuándo fue la primera vez?

Yo empecé a deslizar mi cola hacia arriba. Como culo patín pero en dirección contraria. Ella-esa desconocida que me amadrinaba sin ganas- llevaba mi cartera, el cuaderno y la campera. Creo que también me habían dado un póster. Eso tal vez lo tenía yo, porque no recuerdo habérselo entregado.

Todas las veces, en el instante en que se asoma al primer escalón de la escalera, entonces vuelve al árbol y quizás a la barda perdida.  

Subí la escalera, todo el trayecto que había bajado, sentada. Después me paré y la mujer me dio mis cosas. Yo todavía estaba en suspenso.  

¿Qué sucedió en el trayecto entre los dos planos? Entre la tierra, en donde después estaba ella, perfecta, que pregunta y ¿se burla?  Y la rama, ajustada, sinónimo de imposibilidad.

Ya me iba del Centro de la Cooperación sin hacer lo que había planificado. Y descubrí el ascensor.

Es sólo un instante. Entonces esos pies talla 24 la salvan por un día. Mirar los pies de su hija que bajan los escalones  la curan del desequilibrio expectante. Su hija, la otra, la que es grande, prefiere alejarse y mirar, en perspectiva. “Que no sea la escena que recuerde”, piensa.

Ahí estaba.

El pie en el borde del escalón. El abismo.

Pero yo ya me iba.

Es tarde.